Los niños y niñas de Infantil siguen con su proyeccto de "El Quijote". Estos últimos días han conocido el capítulo XVIII de la batalla de las ovejas, y así es como han plasmado a estás últimas, a Rocinante y a Rucio. Así de originales les han quedado.
Y subiendo a una pequeña colina, Don Quijote miró con atención y comenzó a ver cosas que el bueno de Sancho no era capaz de ver.
– ¿Ves a aquel de allá?- dijo Don Quijote señalando a la nube de polvo- El que tiene el escudo del león dorado… ese es el mismísimo Laurcaldo, señor del Puente de Plata. Sus hazañas se cuentan por docenas… y un poco más allá está el valeroso Micocolembo, duque de Quirocia. Su escudo lo forman tres coronas de plata en fondo azul. ¡Y está también el temido Brandabarbarán de Boliche! ¡El señor de las tres Arabias!
Don Quijote se emocionaba al mencionar a cada uno de estos caballeros, mientras Sancho intentaba achinar los ojos para ver si podía divisar a alguno de los señores de los que su amo tan efusivamente hablaba.
– ¿Los ves, Sancho, los ves?
– Pues a decir verdad, mi amo… yo no veo nada.
– ¿Y no escuchas sus gritos en plena batalla?
– Gritos, lo que se dice gritos, pues no… Yo solo escucho el balido de ovejas y carneros. A fe mía que esa nube no encierra una batalla, mi amo, sino un rebaño de carneros.
– Eso es por el miedo, Sancho, que nubla tus sentidos. Pero si tanto temes, échate a un lado y ya voy yo a ayudar a mi amigo.
Y diciendo esto, Don Quijote comenzó a galopar sobre Rocinante colina abajo, lanza en ristre y gritando mientras se adentraba con fuerza en medio del rebaño.
– ¡Allá voy! ¡Espera, mi amigo Pentapolín, que voy en tu ayuda!
– ¡Deténgase, amo!- gritaba Sancho desde lo alto de la colina.
Demasiado tarde. La lanza de Don Quijote levantó en volandas a unas cuantas ovejas, que comenzaron a balar presas de miedo.
Los pastores, al ver aquello, comenzaron a gritar y se hicieron con un buen montón de piedras de río. Bien adiestrados en el manejo de las hondas, comenzaron a lanzar sus misiles contra el caballero andante, quien empezó a sentir los golpes, uno detrás de otro, en el cuerpo y el rostro.
Sintió Don Quijote que dos costillas se le hundían y que alguna que otra muela saltaba por los aires. Intentó beber de su licor prodigioso para recuperarse, pero una pedrada lo arrancó de sus manos, manchándole las barbas del líquido rojo. Cuando el dolor le pudo, cayó al suelo casi sin sentido.
Los pastores pensaron que estaba muerto, y recogieron las ovejas y carneros que aún estaban vivos para salir de allí corriendo. Por su parte, Sancho bajó corriendo al ver el resultado de todo aquello. Al ver a su amo con las barbas rojas, y tendido en el suelo, también pensó en un primer momento que había muerto, pero pronto se dio cuenta de que aún vivía.
– Ay, Sancho… que esos viles me dejaron malherido. Creo que me han arrancado varias muelas… ¡Dime que el soberbio Alifanfarón no ganó la batalla!
– Ya le advertí yo, mi señor, que aquello no eran caballeros, sino carneros...
– No creas, Sancho, que Alifanfarón tiene el extraño poder de cambiar su forma. Y seguro que al llegar yo se transformó y ahora ya alejado ha vuelto a recobrar su forma verdadera…
– Menos mal que no entré yo en la batalla, puesto que yo soy poca cosa para un grupo de carneros… Y solo faltaba otra tunda después de todas las que ya llevamos.
– Debes saber, Sancho, que no es un hombre más que otro, sino hace uno hombre más que otro. Y si el mal últimamente se hace fuerte, debes saber que no dura para siempre, y el bien ya estará cerca para nosotros. Pero dime, Sancho… ¿Cuántas muelas me faltan arriba y abajo?
El escudero le miró la boca y preguntó:
– ¿Cuántas tenía vuestra merced?
– Cuatro o cinco, porque jamás me arrancaron ninguna…
– Pues abajo solo cuento dos y media y arriba solo alcanzo a ver una.
– ¡Ya decía yo que en la boca sentía una escaramuza!
Sancho Panza ayudó a levantarse a su amo y una vez que ambos pudieron subirse a sus animales, fueron hasta un camino ancho para buscar un lugar donde reposar.
(Adaptación hecha por Estefanía Esteban)